El Siglo De Las Luces

El Siglo De Las Luces

Author:Alejo Carpentier
Language: es
Format: mobi
Published: 2010-02-03T00:00:00+00:00


XXV

Después de mucho asustarse en el primer zafarrancho, yendo a buscar amparo en lo más hondo de la nave —su indispensable condición de escribano lo autorizaba a ello—, Esteban advirtió pronto que el oficio de corsario, tal como lo entendía el Capitán Barthélemy, jefe de la escuadrilla, era, en lo corriente, de pocas peripecias. Cuando se topaba con un bastimento poderoso y bien artillado, seguía de largo sin sacar los colores de la República. Cuando la presa era posible, cerrábanle el paso las embarcaciones ligeras, en tanto que el brick disparaba un cañonazo de advertencia. La bandera enemiga era arriada sin resistencia, en señal de sumisión. Barloábanse las naves, saltaban los franceses a la otra, y se procedía a reconocer la carga. Si era de poca monta, se tomaba cuanto fuera útil —incluyendo el dinero y pertenencias personales de la tripulación intimidada— y traíase al Ami du Peuple lo que sirviera. Luego se devolvía la nave al humillado capitán, que proseguía su rumbo o regresaba al puerto de procedencia para reportar su desventura. Si la carga era importante y de valor, había instrucciones de tomarla con nave y todo —y más si la nave era buena— y conducirla a Pointe-à-Pitre con su tripulación. Pero ese caso no se había presentado todavía para la escuadrilla de Barthélemy cuyos registros llevaba Esteban con burocrático rigor. Más balandras y tres puños que cargueros de verdad surcaban habitualmente esos mares, llevando a menudo mercancías que no interesaban. No se había salido de la Guadalupe, ciertamente, para buscar azúcar, café o ron, que allá sobraban. Sin embargo, aun en las embarcaciones más maltrechas y de peor estampa encontraban los franceses de qué echar mano: un ancla nueva, armas, pólvora, herramientas de carpintería, calabrotes, un mapa reciente con indicaciones útiles para perlongar la Tierra Firme. Y había, por otra parte, lo que huroneando se descubría en cofres y rincones oscuros. Hallaba éste dos buenas camisas y un pantalón de nankín; daba el otro con una tabaquera de esmalte, o el enjoyado cáliz de un religioso venido de Cartagena, a quien amenazaban con echar al mar si no entregaba «la misa entera»: la cruz y el ostensorio, que bien podían ser de oro. Se trataba ahí de un capítulo de tomas individuales que escapaban por fuerza a la contabilidad de Esteban y que Barthélemy fingía ignorar para no malquistarse con su gente sabiendo que, ahora, en pleitos con la marinería republicana, perdía siempre el capitán y más si, como él, hubiera servido alguna vez en las armadas del Rey. De ahí que en la popa del Ami du Peuple se hubiese armado una bolsa de trueque y venta de cosas expuestas sobre cajones o colgadas de cordeles que solían visitar los marineros de la Décade y el Tintamarre, cuando se fondeaba en alguna ensenada para cortar leña, trayendo ellos, a su vez, lo que querían mercar. En medio de ropas, gorros, cinturones y pañuelos, aparecían las cosas más singulares: relicarios hechos de un carapacho de tortuga; batas



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